Hace mucho que no me detenía a oír el sonido de la lluvia.
En ésta ciudad llueve sin importar la estación del año en la que nos
encontremos, de modo que es extraño que hasta el día de hoy, después de pasar
toda una vida en este lugar, decida oír las gotas rebotar con furia
en la ventana de mi cuarto. Esta soledad me hace pensar en todas las personas
que me rodean y en por qué me sigo sintiendo así si ellas no se han ido a
ningún lado.
Caminando por la calle me siento perdido, siento que
riachuelos de aguas diáfanas me llevan en su caudal en donde todo se convertirá
en nada. No quiero convertirme en nada, no quiero dejar este lugar, no quiero
ayuda, no quiero estar con nadie y mucho menos quiero a alguien, sólo quiero
estar aquí todo el día recordando el día que la vi por última vez, balanceándose
entre los estantes de libros. Viéndolos con sigilo y alzando la mirada para ver
si alguien estaba observándola. Fue ahí cuando crucé mirada con esos ojos
color café por un instante, fue sólo un momento
en el que nos miramos e intercambiamos pensamientos y una sonrisa, después todo
se convirtió en un juego de persecución, ambos nos estábamos retando para ver
quien era el primero que se acercaba al otro. Los libros eran los únicos
testigos de este extraño cortejo entre los dos, nadie más en ese lugar sentía
lo que ambos sentíamos en ese instante y fue ahí, enfrente de la sección de “Autores
Iberoamericanos” en donde después de hablar por medio de miradas que nos
encontramos de frente y sin más preámbulos, ante la mirada de Cortázar y
Fuentes, decidimos fundirnos en un beso, un beso digno de la prosa de García
Márquez y de la exquisitez de Borges. Así es como las grandes cosas suceden,
basta con estar sentado oyendo la lluvia para recordarlo o vivirlo.
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